KOAN 9: EL PARQUE



El ayuntamiento tuvo un ataque de madurez y transformó todas las plazas y parques públicos. Una cruzada visceral contra arbolitos y florecitas, exterminó sin piedad cualquier señal de vida que pudiera recordar a los ciudadanos de diseño la existencia de la naturaleza. Las obras se pusieron en marcha. En poco tiempo plazas y parques fueron cubiertos de cemento y hormigón. Los arquitectos estrella enloquecieron y diseñaron, con maldad y alevosía, espacios con desniveles diabólicos, esculturas de hierro punzantes que agredían a la vista y todo tipo de engendros arquitectónicos destinados a impedir el paseo apacible de los contribuyentes. Estos espacios fruto de la enajenación, ahuyentaron a los ciudadanos pacíficos, pero fueron acogidos con satisfacción por delincuentes de toda calaña, por drogatas y por hordas de skaters que gozaban lo indecible con todas aquellas barreras arquitectónicas.

El resto de la ciudadanía que acostumbra a utilizar los espacios públicos (mamás con niños, jubilados, parados, rentistas y fauna similar) se vieron obligados a hacinarse en los pocos parques con arbolitos y florecitas que, incomprensiblemente, se habían salvado de la razzia municipal.

Aquella pobre viejita, de piernas tambaleantes, tenía que recorrer una larga distancia para llegar al parque más cercano. Buscaba un poquito de paz, que el solecito le calentara los huesos y entretenerse un ratito echando migas de pan a las palomas. Pero el parque era un guirigall donde se mezclaba el griterío de los niñatos bullosos con las juergas que montaban los jubilados petanqueros. Demasiados decibelios. A la pobre viejita le retumbaban los tímpanos incluso con el sonotone apagado. Día a día su resentimiento iba envenenando sus venas artereocleróticas. No aguantaba más. Su odio iba en crescendo y se acumulaba en su interior como la mierda de paloma encima de las cabezas de las esculturas. Necesitaba poder llegar al parque y encontrar un poco de sosiego y tranquilidad. Hasta que su santa paciencia se le acabó.

Un día, al llegar a casa, buscó en su biblioteca. Entre un libro de cocina y un santoral, lo encontró. Era un libro de brujería que había heredado de su bisabuela. Se puso a girar páginas en busca de una solución drástica a su problema. La encontró. En su cocina empezó a hervir, dentro de las cazuelas de acero inoxidable, viscosos mejunjes y extraños elixires compuestos con yerbajos comprados en la herbolistería de la esquina. Lo dejó macerar siete días a sol y serena. Mojó migas de pan con aquella pócima y las guardó en una bolsita. Se fue al parque, se sentó en su banco favorito y se las tiró a las palomas que se las zamparon sin muchos miramientos. En pocos minutos la fórmula mágica surgió el efecto esperado. Las blancas palomas empezaron a sufrir una insólita metamorfosis, se fueron transformando en oscuros alacranes que, enloquecidos, empezaron a repartir picotazos a diestro y siniestro a todo aquel tobillo que se cruzara en su camino. En pocos días, aquella jauría de ciudadanos ruidosos, había sido exterminada. La respetable viejita podía al fin gozar de la paz, del solecito y distraerse echando migas de pan a los alacranes, en el último parquecito que ha sobrevivido en la ciudad.


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